DE LA LETRA A LA ACCIÓN: el derecho de los Pueblos Indígenas al Consentimiento Libre, Previo e Informado

15 de enero, 2024

Jorge Basilago*

A finales de octubre pasado, una delegación del Pueblo Indígena A’i Cofán de la provincia de Sucumbíos, Ecuador, se manifestó frente a la sede de la Corte Constitucional, en Quito. Casi al mismo tiempo, en Kenia, integrantes del pueblo Ogiek hicieron lo propio durante la visita oficial del rey Carlos III de Inglaterra a esa nación africana.

Las protestas, en ambos casos, buscaban llamar la atención acerca de un fenómeno que se repite en todo el mundo: el avasallamiento del derecho de los Pueblos Indígenas a la Consulta y el Consentimiento Libre, Previo e Informado (CLPI), ante la implementación de cualquier proyecto que pueda afectar sus territorios y formas de vida.

No son situaciones aisladas: forman parte de un proceso necesario e imparable, que ayuda a amplificar la voz pública de los Pueblos Indígenas del mundo. “En este tema, tenemos una contradicción profunda entre los avances jurídicos y las deudas políticas en la implementación efectiva de esos avances”, analizó David Suárez, coordinador del Programa de CLPI de la organización Land is Life. “De ahí la explicación de porqué los pueblos indígenas siguen teniendo contraposiciones a veces tan agudas con los Estados”.

Impulsos para la autodeterminación

El cambio ha sido lento pero inexorable desde que, casi 35 años atrás, en junio de 1989, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) emitió su Convenio N°169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales. Este instrumento – que corrige y profundiza la recomendación de la OIT de 1957, consolidó el impulso inicial para el reconocimiento de la autodeterminación de las comunidades originarias, aún sin mencionar textualmente ese concepto.

“El 169 de la OIT, al referirse a la autonomía, a la toma de decisiones propias y a elegir sus prioridades de desarrollo, conforma la idea de libre determinación, que es el paraguas debajo del cual se ordenan y tienen sentido todos los otros derechos de los pueblos originarios”, puntualizó Suárez, quien advirtió que otro error frecuente es considerar que el ejercicio de esta garantía se limita a las grandes obras extractivas y energéticas. “La consulta debe regir también para definir cómo será la educación propia o las políticas de salud intercultural, a partir de la priorización de las necesidades propias de esas poblaciones.” especificó.

Con el tiempo, otros organismos multilaterales diseñaron herramientas legales convergentes con los principios del Convenio 169 de la OIT. Las más relevantes son las declaraciones sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU, 2007) y de la Organización de los Estados Americanos (OEA, 2016). Ambas determinan que los Estados “celebrarán consultas y cooperarán de buena fe” con las “instituciones representativas” de las comunidades que lo requieran, “antes de adoptar y aplicar” medidas potencialmente dañinas.

A tono con tales precedentes, los gobiernos de varios países –en especial latinoamericanos– buscaron incorporar este derecho a sus diferentes cuerpos legales nacionales. Por ejemplo, a nivel constitucional, los procesos de CLPI fueron reconocidos en las Cartas Magnas de Ecuador (1998 y 2008) y Bolivia (2009); en tanto, las autoridades de Perú (2011) y Panamá (2016) han dictado sendas leyes específicas sobre el tema.

Sin embargo, esto no significa que la situación esté resuelta, ni mucho menos. “En Bolivia, por ejemplo, la Consulta Previa no es vinculante. Esa es una gran debilidad, porque a pesar de que una comunidad diga ‘no’, su posición no es válida en primera instancia”, reveló el periodista boliviano Etzhel Llanque. Son numerosos los ejemplos similares en América Latina, que así enfrenta la paradoja de ser una región de “vanguardia” en relación con políticas de CLPI y, en simultáneo, registra los mayores índices de conflictividad al respecto.

El Pueblo Ogiek de Kenya, ha sufrido evicciones constantes en nombre de la conservación. Foto Land is Life

Litigar y construir para avanzar

Poco más del 65% de los Estados que ratificaron el convenio 169 de la OIT – 15 sobre 23 – son latinoamericanos. Esta parte del mundo cuenta asimismo con un significativo número de población Indígena (que representa algo más del 8% del total de habitantes de América Latina), cuyos territorios ancestrales abarcan el 45% de los bosques intactos de la cuenca amazónica y registran una deforestación notoriamente menor. Estos indicadores se evidencian incluso en Brasil, cuyas políticas públicas sobre las áreas de conservación y de vida de los Pueblos Indígenas, pocas veces se caracterizan por su comprensión y valoración del componente cultural.

Sin embargo, según la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), sólo “en la minoría de casos, los pueblos y organizaciones indígenas participan en la gobernanza, toma de decisión y gestión” de esas áreas. Y garantizar a los Pueblos Indígenas el ejercicio de su legítimo derecho a decidir sobre esos espacios, es algo que “ningún país ha hecho (…) según los estándares mínimos establecidos por la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas”, sostiene la Coalición Securing Indigenous Peoples’ Rights in the Green Economy (Sirge) en su Guía sobre CPLI.

La consecuencia del incumplimiento, es que estos colectivos se ven obligados a recurrir a medidas de fuerza y a litigios judiciales para acceder a las garantías negadas o en disputa. “Hay casos emblemáticos como el de Saramaka vs. Surinam, donde el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) habla por primera vez de consentimiento, en un sentido muy estricto, para aquellos proyectos que puedan afectar irreversiblemente el modo de vida de un pueblo”, reflexionó David Suárez. De igual forma, el entrevistado destacó la sentencia del mismo tribunal en la causa Awas Tingni vs. Nicaragua, sobre la responsabilidad del Estado en la correcta delimitación de los territorios indígenas.

Por otra parte, la construcción comunitaria de protocolos o leyes propias para ordenar los procesos de CLPI, permitió a muchas comunidades originarias latinoamericanas expresar con mayor claridad sus prioridades al respecto. En tiempos recientes, esa alternativa – que cuenta con ejemplos de aplicación concreta desde Argentina hasta Centroamérica, pasando por Bolivia, Brasil, Ecuador y Colombia – se ha vuelto una tendencia regional e incluso global: por caso, los mismos Ogiek, de Kenia, se encuentran trabajando en un protocolo de este tipo, con apoyo del pueblo Sarayaku de Ecuador.

No obstante, es imprescindible comprender que la realidad en Asia y África resulta mucho más desafiante para los Pueblos Indígenas; aún ante el eventual respaldo judicial o de organismos multilaterales a sus reclamos territoriales. En el primer caso, aunque “dos tercios” de los Pueblos Indígenas de todo el mundo son asiáticos, el Foro Permanente de las Naciones Unidas para las Cuestiones Indígenas advirtió que gran parte de ellos “se ven afectados por la falta de reconocimiento de su identidad cultural, su exclusión y su marginación”.

Respecto del contexto africano, Suárez apuntó que allí “todavía existen regímenes autoritarios o países donde el proceso de descolonización es más reciente”, lo que en la práctica dificulta la auto-organización y las acciones de defensa de derechos. En ese continente, ni siquiera los conceptos clásicos como “nación” y “ciudadanía” –que dan por sentada la igualdad de todos los habitantes ante la ley– resultan inmunes a los conflictos: en Tanzania, por ejemplo, los Maasai no son reconocidos como “Pueblo Indígena”, lo que diluye o dilata sus exigencias, mientras ellos mismos son cuestionados por no contribuir a forjar juntos una nueva nación.

Los Maasai de Tanzania, África, no son reconocidos como Pueblo Indígena. Foto Land is lIfe

 

Ecuador: la letra y la acción popular

Como ya se indicó, a partir de la promulgación de las Constituciones de 1998 y 2008, el Ecuador consolidó el liderazgo regional, mediante el reconocimiento concreto del espacio democrático para que los pueblos originarios ejerzan su derecho a la consulta y el consentimiento previo, libre, e informado sobre las actividades en sus territorios. No fue un regalo ni un gesto de generosidad oficial: se trata de un logro alcanzado tanto a través de medidas de fuerza como de procesos judiciales largos y laboriosos; por desgracia, muchos de ellos aún permanecen inconclusos o son vulnerados sistemáticamente por las autoridades políticas y económicas.

El emblemático fallo de la CoIDH en la causa Sarayaku vs. Ecuador es un claro ejemplo de lo antedicho. Favorable a la parte acusadora, la sentencia resulta paradigmática: la comunidad Kichwa inició acciones legales en 2003, el dictamen fue emitido recién en 2012, pero una de las principales disposiciones del tribunal, que obliga al Estado ecuatoriano a regular el derecho a CLPI mediante el dictado de una ley específica, continúa pendiente. Para David Suárez, la arista positiva es que “un administrador de justicia, hoy, no puede alegar falta de jurisprudencia en el tema, y eso se consiguió gracias a la tenaz lucha del pueblo Sarayaku en dos niveles: jurídico y territorial”.

Aquella demanda contribuyó además a consolidar otros estándares centrales de la consulta previa. Entre ellos, la obligación de que el Estado y las empresas obren de buena fe y de forma culturalmente apropiada, respetando la garantía de emplear las lenguas indígenas durante los procesos. La omisión de este requisito, por ejemplo, anula el diálogo intercultural que asegura, a todos los miembros de una comunidad, el acceso al conocimiento real del proyecto que solicita su consentimiento.

Muchas de las recientes manifestaciones públicas y colectivas de descontento, como el plantón de la comunidad A’i Cofán mencionado al comienzo de este texto, reclamaban la derogación del Decreto Ejecutivo N°754, firmado por el presidente Guillermo Lasso en mayo de 2023 con la intención de limitar los procesos de CLPI a una mera acción administrativa. La respuesta estatal a las exigencias indígenas incluyó diversos actos de represión, amedrentamiento y militarización comunitaria.

“Cualquier ley que norme derechos indígenas debe, como principio fundamental, contar con la participación de los pueblos”, comentó David Suárez. “Es un tema de agenda legislativa pendiente que veremos cómo se resuelve, ya que sustituiría la mala práctica de los gobiernos, de regular la consulta mediante un simple decreto”.

A fines de 2023, la Corte Constitucional dictaminó inconstitucionalidad “por la forma” del decreto N°754. Aunque ese instrumento conservará parcialmente su vigencia, no podrá aplicarse en el caso de comunidades indígenas hasta que la Asamblea Nacional “emita una ley que regule el ejercicio del derecho a la consulta ambiental”.

Se trata, como es obvio, de otra victoria parcial. Y transparenta una dificultad de fondo ya aludida: la brecha entre el Poder Judicial –que en ciertos casos actuales toma la parte de los Pueblos Indígenas– y el Ejecutivo que pretende, en lo posible, desconocer o eludir los fallos contrarios a sus intereses.

Esta divergencia se funda en dos razones tan obvias como seductoras: el dinero y el poder derivados –y concentrados en pocas manos– de la explotación de recursos naturales. Muchos de los países que registran una aguda conflictividad territorial por esta causa tienen, al mismo tiempo, elevados índices de pobreza estructural. Y, dado que las áreas de vida de las comunidades originarias coinciden frecuentemente con enormes riquezas del subsuelo, resulta muy sencillo para los gobiernos nacionales instalar la falsa noción de que son las minorías conscientes, en su lucha por la conservación ambiental, las que “obstaculizan el desarrollo” general.

La pugna de poderes al interior del Estado, en otras ocasiones, muta en alianza de hecho a favor de los intereses empresariales. En ambos escenarios, los pueblos indígenas ven postergados sus derechos territoriales, al igual que las perspectivas de alcanzar una solución favorable y definitiva al respecto. A pesar de que las posibles líneas de acción están bastante claras, la deuda insalvable hasta el momento ha sido la ausencia absoluta de voluntad política para ponerlas en marcha.

Doble prueba de ello son sendos libros editados por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) en 2014 y Land is Life en 2020. En el primer caso, se reclamó sin éxito “una armonización de los diferentes marcos regulatorios nacionales en el menor tiempo posible” en la materia, y “priorizando la aplicación del principio pro homine del derecho internacional”. Además de fortalecer “los sistemas judiciales en cada país, apuntando a erradicar cualquier tipo de concepción y práctica racista en la aplicación de justicia”.

Mientras que en el segundo, David Suárez anotó conceptos coincidentes, asumidos a nivel comunitario pero sin implementación efectiva por parte de las autoridades estatales. “Las realidades de los pueblos y sus sistemas de decisión distan de parecerse a las del Estado y la sociedad capitalista. Lo más óptimo es, por tanto, que sean sistemas alternativos los que definan. (…) la única vía legítima para lograr una normatividad adecuada y satisfactoria respecto a los derechos fundamentales, es la construcción de normas efectuadas desde los propios pueblos indígenas”.

Pueblos Indígenas en Brasil protestan el ‘Marco Temporal’, que pone en riesgo sus territorios. Foto: CIMI- Veronica Holanda.

La necesidad urgente de saldar cuentas

Hasta el momento, las victorias de los pueblos originarios en sus demandas por el pleno acceso al derecho a la consulta y el consentimiento previo, libre e informado, han sido tan resonantes como esporádicas. Consolidar la continuidad de esos éxitos es urgente, pero depende de saldar diversas cuentas pendientes, en varios ámbitos bien determinados. En primer lugar, conseguir que los Estados y gobiernos reconozcan con claridad al consentimiento como el derecho sustantivo y fundamental para la libre determinación de los de los pueblos indígenas.

Pero el rol estatal no se agota en esa legitimación. Según una guía publicada por la oficina colombiana del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnudh), comprende muchos otros elementos: algunos de ellos son fortalecer la responsabilidad social y el pacto social empresarial; incluir la perspectiva de género y generación; y partir del plan de vida del pueblo indígena respectivo, como marco para el diálogo y la concertación. “El Estado, como garante de derechos, también es responsable de vigilar que las empresas privadas respeten los derechos de los pueblos indígenas”, enfatiza el documento.

La preservación de la integridad cultural y territorial de las comunidades ancestrales, es otra responsabilidad oficial de cumplimiento insuficiente. No sólo por el avance de proyectos y asentamientos sobre esos territorios y sus habitantes, sino por la dificultad gubernamental para gestionar sus crecientes complejidades: “El desafío no es solamente pensar en aquellas situaciones donde la territorialidad tradicional se ve menguada, sino incluso qué hacemos hoy con la presencia indígena en espacios urbanos o con la ciudad intercultural en la Amazonía”, advirtió Suárez.

Otras dimensiones que requieren atención inmediata son la incorporación del consentimiento a los programas de las organizaciones multilaterales y una mayor transparencia en las consultas a los pueblos originarios en relación con el llamado “financiamiento verde”. En el primer caso, si bien el BID, el BM y el ADB, como ya se indicó, emitieron normativas sobre los procesos de CLPI, su implementación no ha sido constante ni decisiva todavía. Mientras tanto, la falta de claridad durante las negociaciones de fondos climáticos –como en el caso de los “bonos de carbono”- originó muchas dudas al interior de las comunidades e incipientes formas de pillaje relacionadas.

Desde luego, llevar a la práctica todas estas medidas nunca será sencillo. Suele ser más tentador ceder a los intereses económicos que merodean los territorios indígenas, o a la mera inacción que permita finalizar un mandato sin agitar las aguas. Pero también eso tiene un elevado costo, tal como concluye Suárez: “La conflictividad socioambiental seguirá en ascenso, a menos que encontremos un camino que permita la plena participación de los pueblos indígenas”.

Jorge Basilago es periodista y escritor freelance, nacido en Argentina y residente en Quito (Ecuador). Desde 1995 se ha desempeñado como colaborador y corresponsal para medios impresos y digitales en varios países de América.